(C506) Leamos: Moby Dick

Nantucket, 1851. Llamadme Ismael. Vaya que las lunas nos han sido largas. Hoy, miércoles 27 de octubre del 2016, volvemos nuevamente en Leamos, una columna dedicada a obras grandes de la literatura. Y, ya que hablar de obras grandes de literatura sin mencionar el legendario relato de la Ballena Blanca es una ofensa por sí solo, hoy daremos un protagonismo muy bien merecido a la creación maestra del estadounidense Herman Melville, Moby Dick.

Así es, el gran cetáceo albino, el cachalote mortífero que se las ingenió para perdurar en la historia y verse las caras con personajes diversos. Deadpool, siendo uno de ellos, por ejemplo.

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Moby Dick viene siendo algo como un Quijote de la Mancha de nuestro Gran Vecino del Norte. Entrando en temas educativos, la lectura es obligatoria en la formación de “libertad” de nuestros queridos correligionarios estadounidenses. Por encima de leyendas yankees como Las Uvas de la Ira, 2001: Odisea en el Espacio, Crónicas Marcianas, El Gran Gatsby y muchísimas más, a Moby Dick lo contagia una magia especial y sobresaliente.

Origen

Herman Melville, el autor de la obra, quien en su juventud fue un marino mercante y se enlistó en las filas de los viejos barcos balleneros, vuelve de un viaje por el mundo azul muy extenso, y corre en su amada tierra el rumor (que, a diferencia de todos los demás, este era cierto) un barco ballenero llamado Essex, fue desfondado y dejado en las últimas por un cachalote de una longitud barbárica de 20 metros.

Es este el suceso que hace a Melville obsesionarse por una historia que, en sus propias palabras, lo perseguía y embrujaba día y noche, y consideraba su escape para; aunque fuera pergueñar en el mundo de la literatura estadounidense y mundial. Porque, aunque después haya escrito obras notables como Benito Cereno (siempre con el relato marinero, Oh Melville), Moby Dick es su lectura más famosa. Una lástima que en su tiempo no haya sido así.

Mitad novela, mitad enciclopedia cetácea y naval

Parte del toque único que le da Melville a su obra maestra, viene siendo su curiosa explicación sobre los mundos y submundos de la Ballena en sí. Hablemos de, un capítulo tan interesante como Cetología. Una explicación subjetiva de nuestro querido protagonista sobre sus experiencias en navíos y sus vistazos al mamífero más grande (hasta la fecha) con el que el humano se ha visto cara a cara. Relleno de folios en infolios, así como una clasificación de longitudes de las muchas especies del magno mamífero de los océanos; la lectura fue en su momento un puente que dirigía supersticiones de grumetes y capitanes, hasta la misma ciencia. Por otro lado, tenemos también varios segmentos en donde se explica el proceso del barco ballenero, y se relata lo que en verdad era: una fábrica en medio del mar. La producción del aceite, la extracción del ámbar gris, el remolque de las ballenas (o bien, cadáveres de ballenas) y demás, nos hace sumergirnos completamente en la colosal empresa de la caza, además de devolvernos en el tiempo con cada vuelta de la página.

Moby Dick

En un contexto más social, Moby Dick se volvió una historia que hace eco largo hasta nuestros días. Adelantada a su tiempo (como muchísimas obras artísticas notables), Herman Melville no dotó de racismo ni de otras distinciones sociales a su novela más famosa -como sería de esperar de un hombre blanco de la época- no, no, al contrario, la tripulación del barco ballenero Pequod lleva dentro aborígenes, chilenos, isleños, estadounidenses, ingleses, franceses y cualquier otro perro de mar que los puertos escupan. También, siempre que había algún listillo cabrón discriminando, rápido se le ponía en su lugar. O, mejor dicho, lo ponía en su lugar el golpe de otro marinero. Los altos mandos del navío tampoco se andaban con preferencias por raza o lo que fuese: todos eran tratados como la misma basura.

Y eso es bueno, ¿no?

Herman Melville también usa su pluma para hablar un poco de temas delicados como la religión y todas las formas que es capaz de tomar. Algo un poco envidiable en nuestros días, en el que se pregonaba la filosofía de vivir y dejar vivir. Neutralidad cargada de respeto con la que no demasiadas personas gozan a pesar de la continua marcha de los años. Como ejemplo, Ismael (el protagonista de la obra) a pesar de ser cristiano, no se incomodaba por que Queequeg, un aborigen, le rezara en su forma a sus deidades y llevara siempre consigo un tótem que de una u otra manera las representaba, como un crucifijo.

La obsesión de un hombre

La verdadera joya que se roba el show en el relato literario es Ahab, el capitán del ballenero Pequod. Una joya vieja, taciturna, áspera y terca. Algo así como una piedra con conocimientos de navegación y dotes de liderazgo hacia sus subordinados.

Ahab enmascara el verdadero objetivo de su viaje bajo la premisa de cazar ballenas como cualquier otro ballenero de la época, lo que la tripulación desconocía, era que el capitán los había embarcado -je, je- en una aventura jamás vivida antes para saciar su propia sed de venganza. Muchos eran los relatos que se contaban de la Gran Ballena Blanca, su tamaño, voracidad y enorme cola (que recuerda más al ariete que otra cosa, a juzgar por lo que se decía de ella), su notable cantidad de arpones insertados producto de luchas pasadas con balleneros, pero, sobre todo, su mortífera y austera inteligencia. El odontoceto sabía medir el campo de batalla, a su vez, sabía atacar donde realmente ponía en jaque al navío y su tripulación. Tenía en esa enorme cabeza, algo así como un radar de puntos débiles, una fuerza que lo dirigía a causar estragos. A defenderse.

El Capitán del Pequod fue el único sobreviviente de su tripulación en un enfrentamiento contra la Ballena Blanca, del que tuvo un bonito recuerdo que le duró para toda la vida: haber perdido su pierna. Y así es como, renco, viejo, con un carisma sorprendente, persuasión y fuertes monólogos, así como una jugosa recompensa en monedas de oro; Ahab se manda a las armas con una tripulación nueva condenada a la perdición y a una violenta lucha, en la que se demuestran los límites a los que el ser humano puede llegar cuando empeña su mente en algo. Moby Dick es también una genial lección de vida, un vistazo hacia lo primitivo y la verdadera naturaleza de nuestras acciones que también puede llegar a olvidarse: todos somos animales. Todos luchamos de alguna u otra forma, por la supervivencia. Pues el relato de Melville es una síntesis de la desesperación de un animal por otro.

Sabemos que fueron larguísimas noches en las que Melville se pasó a luz de candela escribiendo su relato. Y aunque en la fecha de su publicación original haya fallado (como una ballena encallada en la playa), en algunos momentos del libro sentimos que Melville nos debe una disculpa por su estilo que puede llegar a tornarse algo confuso, como un gran ensayo de secundaria. Pero también le debemos una disculpa, pues en su momento se ignoró el genio delicado que la obra dejó atrás.

Es una gran pena que, a 165 años de su publicación, Moby Dick no cuenta con una adaptación en la pantalla grande o pantalla chica que sea memorable. Ha habido intentos, claro está, e intentos buenos. Tenemos una película en la que el mismísimo Patrick Stewart hacía de Ahab, y una interpretación de Charlie Cox (Daredevil de la serie de Netflix) en una serie televisiva reciente. Podemos ver que se goza de un buen reparto, pero aun así no es suficiente. Quizás era lo que Melville quería, que al igual que en otro libro notable como El Guardián entre el Centeno, la magia no pasara de la hoja a la pantalla.

La verdadera pregunta es, ¿lo consiguió? ¿de verdad Melville se ganó un lugar en los estantes de la eterna biblioteca del mundo? Dános tu opinión en nuestras redes oficiales, querido lector:

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